TODO TIENE UN COSTE
Óscar San
Juan Orgaz
El aparato se elevaba de forma
estable. Superó los diez metros y continuó ascendiendo. Un poco más y superaría
la mejor marca de sus predecesores. El globo, de un blanco ahuesado, se
apretaba contra las sogas que lo rodeaban, como si de serpientes de cuerda se
tratase. Le había costado mucho dar con una cuerdas flexibles y ligeras en la
cantidad justa para no deteriorar la tela. Bajo ellas, otro grupo de sogas,
gruesas como los brazos de un hombre, mantenían el globo asegurado a la cubierta
ovalada. La madera crujía sonoramente allí donde los remaches de acero tensaban
toda la estructura.
Se elevó aún
más, escorándose ligeramente a babor.
—Soltad los
verdes —ordenó.
Sus ayudantes
se apresuraron a obedecer y tiraron de las cuerdas marcadas con la bandera
verde. Dos sacos pequeños cayeron de la barcaza por el lado de babor,
equilibrando el aparato. La soga negra, hecha casi por entero de fibra vegetal
y con diferencia la más larga de todas, se escurrió por el suelo a medida que
el globo ascendía. La habían marcado en varios puntos para medir la altura
conseguida. Un par de pulgadas y superaría su mejor marca.
Un bandazo de
viento revolvió las sogas y desplazó el globo varios metros. Los esclavos
gruñeron mientras trataban de enderezar el globo sin frenar su ascenso. Era
necesario que se mantuviera vertical. Mhareen les gritó agitando los brazos en
el aire, estaban tensando demasiado las sogas. La cuerda negra le rozó la punta
del zapato y se apartó sobresaltado. La marca pasó bajo la argolla que habían
clavado en el suelo, justo bajo la vertical del globo y ascendió. Lo habían
logrado.
Mhareen gritó
de nuevo, esta vez de la emoción.
—Lo has
conseguido —chilló, acercándose. Tenía una sonrisa de oreja a oreja— ¡Esto cambiará
el mundo!
La abrazó y
fue cuando se dio cuenta de había estado apretando las uñas contra su mano.
Ella no sabía a lo que se arriesgaban, había mucho más en juego que el mundo en
aquella empresa. El Emperador quería cambiar el mundo, para él bastaba con
conservar lo que tenía y todo dependía de aquel condenado invento. Alzó la
vista y se permitió sonreír por primera vez en meses. Lo había conseguido.
El viento
sopló de nuevo en una racha cambiante que sacudió el globo a derecha e
izquierda para finalmente golpearlo desde abajo. Algo crujió. La tela se hinchó
hasta el punto de que parecía a punto de reventar.
—Mhareen…
—dijo sin desviar la vista. Ella seguía abrazada a él.
El tubo
metálico que controlaba el gas chirrió y toda la barcaza se descontroló. Los esclavos gritaron cuando la tensión fue
demasiada. Uno de ellos cayó al suelo y soltó la cuerda. El globo se tensó aún
más y dos de ellos se alzaron por el aire impulsados por la presión hasta que se
soltaron.
—No, no, no
—maldijo Mhareen, que ya se había dado cuenta—. ¡Cortad el flujo, hay
demasiado!
La manguera
que surtía de gas al globo se sacudía en el aire, hinchada por la presión. La
válvula debía haberse roto por las sacudidas o quizá simplemente no había
aguantado tanta carga. La barcaza se inclinaba hacia la popa como una uña a
punto de caer. Las sogas que envolvían el globo crujieron. Mhareen estaba
ayudando a su equipo a cerrar la válvula pero la presión seguramente ya la
habría bloqueado por sí misma, sería como tratar de mover una montaña.
Los sacos de
lastre cayeron descontrolados por la inclinación de la barcaza, aumentándola
todavía más. Habían perdido totalmente el control, no había forma de recuperar
el globo.
—¡Cortadlo!
—ordenó— ¡Soltad las cuerdas!
Los esclavos,
que apenas habían conseguido sujetar de nuevo las cuerdas a base de gritos del
capataz, fueron los primeros en obedecer. Los soldados sacaron los largos cuchillos
pero fue demasiado tarde, tres sogas se partieron por sí solas y la súbita
libertad alzó el globo todo lo que las últimas cuerdas se lo permitieron, la
manguera se tensó al límite mientras Mhareen y sus ayudantes trataban de cerrar
el suministro.
—Déjalo, Mhareen
—dijo mientras corría hacia ella—. ¡Hay demasiada presión!
Un silbido
llenó el ambiente superando cualquier grito. Aumentó poco a poco hasta convertirse
en un crepitar cada vez más intenso. Eso no era la presión del gas, conocía ese
sonido. Se dio la vuelta y miro hacia la tienda de observación protegida, a un
centenar de pasos de allí. El Alto Donatore estaba ahí, sintió su mirada. Él
también había oído del crepitar. La burbuja de éter que protegía y controlaba
el gas se estaba fragmentando. Era imposible. Los Donatore la habían comprobado
y aseguraban que nada podría quebrarla salvo otro Donatore, uno especialmente
poderoso teniendo en cuenta que habían unido sus habilidades para crearla.
Una cuerda de
las que rodeaban el globo se partió dejando que la tela se expandiera y entrara
más gas.
Agarró la
espada de un soldado demasiado embobado mirando el globo que se agitaba sin
control como para darse cuenta de nada. El aparato entero estaba sujeto tan
solo por la manguera oscura del gas. Era resistente, él mismo había creado la
fibra con los Donatore, estaba hecha para resistir la presión y no romperse. No
dejaría irse al globo a no ser que cortaran la presión y separasen el enganche
de metal que unía los dos extremos. Justo en el punto en el que Mhareen y su
equipo luchaba por cerrar la válvula. Él mismo se había empeñado en asegurarla
así, ella siempre decía que era mejor tener la posibilidad de cortarla si
ocurría un accidente.
El crepitar
aumentó. El silbido ya era ensordecedor.
Golpeó la
manguera con la espada, pero la fibra aguantó. Ni siquiera conseguía rasgar la
primera capa.
—¡Dámela! —le
gritó Mhareen por encima del ruido mientras señalaba la espada con una mano y
la válvula con otra— ¡Necesitamos hacer palanca!
Y de repente
el sonido paró. La barcaza viró de nuevo y la manguera culebreó hasta golpearle
en el pecho lanzándole varios metros hacia atrás.
—¡Mhareen!
La explosión
la envolvió en un halo blanco antes de desaparecer. Una bola de fuego se alzó
varios metros y se extendió como un río recorriendo la manguera, escalando
hasta el globo. La segunda explosión fue aún mayor. Un enorme disco azul cubrió
el cielo como si fuera un sol fugaz, el ruido llegó justo después, con la onda
expansiva que lo lanzó de nuevo hacia atrás.
—¡Mhareen!
Algo le
golpeó en la cabeza y cayó inconsciente.
* * *
El Emperador Darmon Silano
sonreía plácidamente recostado sobre el butacón acolchado. El amplio ventanal
que había a su lado dejaba ver la puesta de sol sobre el océano Maralto,
dándole un brillo casi sobrenatural. Iba completamente vestido de blanco y el
vidrio templado le pintaba reflejos rojos en el rostro y la chaqueta.
Levantó la
mano con delicadeza y apartó un mechón blanco de la cara, colocándolo detrás de
su oreja mientras con la otra mano bebía un pequeño sorbo de un vino rojo
sangre.
—Pocas cosas
me relajan más que esta vista —Su voz era reposada, si hubiera habido cualquier
ruido en la sala apenas se le habría escuchado—. El océano tiene algo puro,
salvaje, un poder ajeno a todo lo que podemos lograr, incontestable. Infinitamente
bello.
Dejó la copa
en la pequeña mesita que había a su lado y se levantó, recorriendo la sala como
si flotase.
—Hace siglos,
nuestros antepasados se enfrentaron al océano con toda su ignorancia, sin
tecnología, sin apenas conocimientos sobre el funcionamiento del mundo. Los
Donatore no eran más que el sueño de ermitaños viviendo entre la suciedad y el
éter reposaba tranquilo y salvaje, tan ajeno a al hombre como nosotros a él.
Se quedó
mirando un enorme tapiz con una representación del mundo. Desde los confines
salvajes del imperio hasta la ciudad de Dos Hermanas, capital del mundo y
enemiga de todo lo que el emperador representaba. La vastedad del universo
justo frente a sus ojos, una ventana artificial pero no menos bella que la que
ofrecía el atardecer. Sobre una mesa de madera pulida hasta brillar reposaba
una maqueta de un antiguo catamarán hecho en madera y cuidado hasta el detalle.
Una réplica de las primeras embarcaciones que se atrevieron a surcar las
traicioneras aguas del océano Maralto.
—Pero aun con
todo, conseguimos dominar el océano. Se construyeron buques cada vez mejores,
controlamos la pesca y el comercio. Nos expandimos y crecimos. La gloria de
Agrax nos hizo alzarnos por encima del resto. —Pasó la mano con delicadeza
sobre la fina madera tallada y se dio la vuelta— Él nos da su apoyo pero no
trabaja por nosotros. Nos corresponde a nosotros ser dignos de su bendición,
con esfuerzo, trabajo y sacrificio.
Colocó las
manos a la espalda y echó a andar hacia la puerta de la balconada. Los guardias
levantaron al hombre que aguardaba en silencio, arrodillado, y le empujaron
siguiendo al emperador. La balconada descendía por unas escaleras de mármol
hasta un porche elevado justo sobre una amplia explanada de césped que daba a
los acantilados.
Sobre el
césped, una docena de hombres y mujeres vestidos de azul claro esperaban en
silencio con la vista clavada en el suelo. Tras ellos, una mujer obesa
acariciaba un enorme mastín de color blanco. El hombre reconoció a aquellos
hombres y mujeres.
—Ahora
nosotros nos enfrentamos a un reto aún mayor que nuestros antepasados, señor Timer
—dijo el emperador sin mirarle—. La conquista del cielo es nuestra prioridad,
no tengo que recordarle el porqué, espero. Sin embargo, he notado una
desconcertante falta de resultados que solo puede deberse a una ausencia de
motivación.
—Mi señor,
nadie ha trabajado más duro que yo… —El emperador se giró con una sonrisa
radiante y los ojos claros entornados. El blanco cabello contrastaba con su
juventud.
—Estoy seguro
de ello, señor Timer. Acontecimientos como los de esta mañana en cambio, me
indican otra cosa. Temo que quizá no he transmitido mis intenciones de forma
clara.
—Lo ha hecho,
mi señor. Todos y cada uno de nosotros hace lo que puede para…
—Me han
informado de las graves heridas que ha sufrido en el accidente de esta mañana.
—dijo con una nueva sonrisa— Confío en que se haya recuperado
satisfactoriamente.
—Así es, mi
señor. Y creo saber a qué se ha debido el fallo.
—Estupendo,
así podrá ayudarme. —Dio un paso hacia el balcón y posó las manos sobre la
barandilla, mirando a los hombres y mujeres que aguardaban. El mastín
jugueteaba alrededor de la mujer que esperaba a su espalda. —Señáleme a los
culpables.
—Mi señor,
por favor, ellos no… —La sonrisa del emperador desapareció, sustituida por una
frialdad que le hizo tartamudear. —Los necesito para continuar mi trabajo, mi
señor.
—Por supuesto
—dijo—, no soy un inconsciente, señor Timer. Ellos proseguirán con su trabajo,
serán sus familias las que sean castigadas. Después de todo, en eso consiste la
familia, ¿verdad? —Alzó las manos con una amplia sonrisa— Usted ya ha pagado,
su mujer ha muerto por su ineptitud, estoy seguro de que lo sabe. Ahora es el
turno de que pague el resto.
—Ellos… —El
señor Timer notó cómo le temblaban las manos. Apenas habían encontrado restos
de Mhareen después de la explosión. Cada vez que cerraba los ojos veía la
explosión y cuando los habría veía la sonrisa del emperador. Apretó las manos y
trató de retener los temblores y las lágrimas.—Toda la culpa ha sido mía, mi
señor. Fallé en los cálculos. El castigo debe ser para mí, ellos no tuvieron
nada que ver.
—Ah, señor
Timer —dijo el emperador—. Ojalá tuviera más como usted, hombres tan leales al
imperio. No, no. Aún le queda mucho que darnos. No puedo quedarme sin ingeniero
jefe, ¿no? —se agachó junto a él y le acarició el rostro por el que ya caían
las lágrimas.— No se preocupe, venga conmigo. Eso es, mírelos. Usted ha pagado,
su hija vivirá toda una vida sin madre por su culpa, yo mismo me encargaré de
tenerla a mi cuidado, así no tendrá que preocuparse por ella más, estará tan
bien atendida como buenos sean sus avances, así que seguro que no habrá ningún
problema con ella —Alzó la mano y señaló a las figuras que aguardaban en el
patio— díganme quiénes deben ser castigados, señor Timer.
Alodian Timer
señaló tantos miembros de su equipo como le ordenó el emperador. Apenas
conseguía ver a través de las lágrimas y le costaba sostenerse en pie por el
miedo que le recorría la espalda. Pensó en arrojarse en vez de traicionar a
aquellos hombres y mujeres que habían trabajado tanto como él y Mhareen, pero
no pudo. No podía hacerle eso a su hija. Cuando terminó, el emperador se marchó
con las manos a la espalda, satisfecho, y le dejó allí.
Mientras, en
el césped, la mujer silbó a su enorme mastín y se alejó de allí con el animal a
su lado. Tenía trabajo que hacer.
¡Hola Caótico! Solo puedo decir wow, de verdad siempre es un placer leerte. Me ha encantado el relato de verdad, sigue escribiendo y creando historias porque sin duda eres increíble
ResponderEliminarUn abrazo :D